El jurado del XIX Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes reunido este 16 de diciembre de 2014 en Valladolid ha decidido  por mayoría que el galardonado de este año sea Ignacio Camacho por un artículo titulado «Almendras amargas» y publicado en el diario ABC.

Es la decisión del jurado tras hora y media de deliberación para valorar los 22 trabajos presentados al galardón en esta edición. El Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes es el único galardón del periodismo español especializado en la defensa y el buen uso de la lengua en los medios de comunicación. Es uno de los premios mas prestigiosos de la profesión a nivel nacional convocado por la Asociación de la Prensa de Valladolid, la Fundación Miguel Delibes y La Caixa como entidad  patrocinadora.

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El jurado de este año estaba formado por:  Iñaki Gabilondo (último Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes); Manuel Erice (subdirector de ABC); María Ángeles Sastre (Premio Nacional Miguel Delibes 2006); Jesús N. Arroyo González (director de comunicación de la Fundación La Caixa); Eduardo Álvarez (director general de RTVCYL); Elisa Delibes (presidenta de la Fundación Miguel Delibes) y Jorge Francés (presidente de la Asociación de la Prensa de Valladolid). La secretaria general de la APV, Beatriz Sanz, ha ejercido como secretaria del jurado.

Ignacio Camacho recibirá el XIX Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes en una gala que se celebrará el próximo 29 de enero de 2015 en el Teatro Calderón de Valladolid.

 

El artículo que el jurado ha decidido premiar en esta edición es el siguiente:

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Foto: ABC.

Almendras amargas

IGNACIO CAMACHO

En el principio fue el verbo. La alquimia hipnótica del idioma convirtió a García Márquez en un escritor prometeico.

Hay un problema cuando se muere un tipo como García Márquez: su grandeza no cabe en los obituarios. Por fortuna no existían periódicos en tiempos de Shakespeare o de Cervantes, que por cierto la palmaron el mismo día; de haberlos no habría faltado el que pretendiese encerrar la mitad del talento literario de la Humanidad en un titular ingenioso. Por no hablar de twitter, donde la mayoría de las citas de GGM que circulan estos días son apócrifas y encima le llaman Gabo con toda confianza. Una frase de 140 caracteres para la vida y la obra del mayor escritor del siglo XX y tal vez de al menos los dos anteriores: ni Azorín hubiese podido con un desafío tan lacónico.

Las etiquetas, el mal de nuestro tiempo. Los genios, por eso lo son, no caben en ellas; algunos incluso las inventan para sí mismos. A García Márquez le cayó la del realismo mágico, un epígrafe para ciertos libros de pedagogía superficial, pero su inmensidad desbordaba las costuras del término. En todo caso la auténtica magia estaba en su prosa, esa especie de piedra filosofal que transformaba los materiales del idioma en una orfebrería de sonidos, una alquimia de palabras hipnóticas con la que, como su mago Blacamán, obraba prodigios e imantaba al lector con un sortilegio de embrujo casi metafísico. El secreto de su celebrada imaginación no eran las historias, que obtenía de sucesos reales recreados con libertad hiperbólica; era el estilo, el lenguaje, el tratamiento verbal con el que convertía la quincalla de la realidad en un tesoro metafórico de riqueza insondable. La lluvia sórdida y bíblica de Macondo, la hojarasca de basura moral de la multinacional bananera, el círculo físico y metafísico de la soledad del coronel, las mariposas amarillas, las almendras amargas que evocaban el destino de los amores contrariados.

No se trata de la hueca prosa-sonajero que ha encumbrado a tanto narrador mediocre. Es el ritmo, la precisión interna de un mecanismo prosódico compuesto con el rigor minucioso de una partitura de Bach, lo que dota a los textos del Nobel colombiano de un imperceptible poder persuasivo que se apodera de la conciencia lectora para transportarla a un universo de credibilidad donde todo es posible. Probad a leerlo en voz alta: sonará como una música de cadencia magnética, sugestiva, colorida, dominadora. Dentro de esa caja de sonidos portentosos, gráciles, ondulantes, versátiles y armónicos, está el secreto del conjuro seductor que convirtió a García Márquez en un escritor prometeico –deicida lo llama Vargas Llosa– capaz de arrebatar a los dioses el fuego del poder de la creación… y de apagarlo después entre el barro de la tempestuosa tormenta tropical de un lenguaje desatado como una fuerza natural en su cosmogónico desafío visionario.

En el principio fue el verbo. La potestad demiúrgica de poner nombre a las cosas que antes había que señalar con el dedo.